Hace unos días regresé de pasar
unos días en las islas Canarias. He tenido ocasión de ver con mis propios ojos
el resultado de tierras calcinadas por el criminal incendio que arrasó parte de
la isla de la Gomera, incluyendo parte del parque nacional de Garajonay, una de
la mejores formaciones vegetales de laurisilva, restos de la era terciaria: un
irrenunciable tesoro natural que tenemos la obligación moral de proteger.
Afortunadamente, solo la quinta parte de la reserva se ha visto afectada pero
tendrán que pasar unos ciento cincuenta años (declaraciones del catedrático de
botánica de la universidad de La Laguna) para volver a tener el esplendor perdido.
Preocupado por el tema, me interesé por la evolución del problema y,
tanto en radio como en televisión, procuré informarme de la forma más directa
posible. Y, lo que me encantó sobremanera, dejando en un aparte la tragedia de
los incendios, fue que, en ningún
momento, los profesionales de la comunicación canaria intentaban ocultar ni
camuflar su forma materna de habla, antes bien, parecían muy orgullosos de su
acento, de su entonación y de su forma particular de decir las cosas.
Desconozco si esto está generalizado en todo el territorio pero, al menos lo
que yo oí, mostraba un cierto nivel de orgullo por su forma particular de comunicación
hablada, que no desmerecía un ápice un alto nivel de cultura.