domingo, 25 de septiembre de 2011

La batalla familiar de las comidas


Es realmente indignante y escalofriante que mientras 1500 millones de seres humanos pasan hambre, hay 1000 millones que tienen obesidad en un grado mayor o menor de morbilidad. Dejando aparte la tremenda injusticia que suponen estas cifran, la obesidad se presenta principalmente en el primer mundo, debido a una acumulación innecesaria de alimentos en una sociedad del hartazgo y, sobre todo, a un problema de déficit de educación y conducta inapropiada en lo referente al aporte energético y materias que necesita nuestro cuerpo.
El tema de las comidas es especialmente delicado para muchas familias y supone una fuente de estrés familiar de primer orden. Hace poco, me comentaban como una mamá que  solía llevar a su hijo queridísimo a algunas reuniones familiares, léase cumpleaños, fiestas de navidad u otros acontecimientos sociales, llevaba como elemento esencial del acto en sí, un recipiente en el cual guardaba celosamente la comida que realmente le gustaba al retoño, en previsión de que , por fatal designio del destino, las viandas preparadas al efecto para el agasajo de las visitas no fuesen del agrado del interfecto y el niño montará el pollo en medio de la fiesta.
            Aunque parezca un poco extremo el comportamiento de esta mamá, yo mismo he podido comprobar cómo ante la cara de disgusto y fastidio de un prepuber ante el plato de comida que se servía en la mesa para todos los familiares y amigos en una comida de tipo social, su progenitora abandonaba solícita y rápidamente la mesa y se afanaba de nuevo en la cocina para preparar unos filetitos que “es lo que le gusta a mi niño”. Ante el desconcierto del resto de los componentes de la mesa la respuesta era: “es que ni niño es muy difícil para comer, no me come nada, excepto lo que le gusta” y también “¡no lo voy a dejar morir de hambre!”.
            Estos razonamientos provienen de la falta de conciencia en algunas personas de que educar implica enfrentarse, poner límites y decir “No” algunas veces ante las demandas de sus hijos.
Conozco algunos padres que optan por enviar a los niños a los comedores escolares con el único objetivo de que allí lo acostumbren a comer de todo, porque ellos se consideran incapaces de lograrlo.  No se trata, como es obvio, de que las comidas sean más suculentas, sino que en los centros escolares los niños dejan de acaparar la atención familiar y se diluyen en la comunidad infantil. También actúa el “efecto pollito” dado que tienen como modelo a seguir a otros niños (como los pollos de una misma nidada) y pueden ver como la mayoría de los compañeros atacan los platos sin el menor retraimiento.  Además comprenden que no hay otra alternativa. Aquí no se atienden los caprichos ni gustos especiales. La comida es la misma para todos.
Si este modelo escolar funciona, la enseñanza para las familias no puede ser otra más que educar a los hijos en la aceptación, elogiar cuando se hace un esfuerzo, recompensar las conductas dirigidas en el camino correcto y plantear siempre, sin gritos ni confrontaciones, que sólo hay una alternativa si no quieren quedarse con hambre. Esta sería una forma de ir desarrollando en el niño una alta tolerancia a la frustración, pero este concepto queda para otra aportación en el blog.
           

De nuevo, la educación.

Con los tiempos que corren, toda aportación y aclaraciones sobre los temas educativos son necesarios, oportunos e imprescindibles en la encrucijada social en la que nos encontramos. Hemos creido que el artículo de Julián Casanova, publicado en El Pais el pasado día 25 de septiembre, bien merece una lectura atenta y una reflexión sobre lo que estamos haciendo en nuestras aulas.

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